“La Ley entiende también que muchos documentos acreditan derechos y deberes de los ciudadanos, de las entidades y de las Administraciones Públicas y que, en este sentido, tienen un papel relevante en sus relaciones. Reconoce que el acceso a los documentos públicos es un derecho que tiene cualquier persona, independientemente de la nacionalidad, de la condición o de la función que tenga, derecho que solamente puede denegarse en aplicación de las limitaciones establecidas legalmente. Asimismo, la Ley considera que para las Administraciones Públicas la gestión correcta de los documentos es esencial por cuanto se refiere a la seguridad jurídica y a la actuación eficaz y transparente y con apertura a la participación ciudadana”. Rendición de cuentas, acceso a la información, gestión documental, transparencia y participación ciudadana. Sin duda, todos conceptos y objetivos vinculados al paradigma del gobierno abierto. Todos, excepto, curiosamente, el de gestión documental. Curiosamente, porque el fragmento en que se recogen pertenece al preámbulo de la Ley 10/2001 de archivos y documentos del parlamento de Cataluña. Una ley que, diez años antes que la administración Obama, ya reconocía a la gestión documental su papel como “espinazo del gobierno abierto”. Hoy día, tanto la legislación archivística estatal como autonómica ha consolidado el concepto de gestión documental y el rol que los archiveros deben jugar sobre el control de la información pública, des de que un documento se genera o se recibe hasta que se elimina o se decide su conservación permanente.
A pesar de ello, el hecho de contar con la garantía del acceso fiable a información pública de calidad y de su gestión eficiente durante todo su ciclo vital (eso es lo que ofrece –y sólo puede ofrecer– la gestión documental) es una rara avis en el marco normativo sobre transparencia. Y lo que es peor, también en el marco conceptual, que diría Lakoff, tanto de la clase política (nueva o vieja) como de la sociedad civil. En este marco, predomina todavía la imagen de los archivos como templos de la cultura, dedicados a la conservación del patrimonio y desvinculados de la parte activa de la administración (no digamos ya del gobierno digital). Por contra, los archivos son auténticos nodos de empoderamiento cívico: no sólo porque diseñan los sistemas de gestión que permiten contar con una información estructurada y de calidad, sino porque dotan tanto a los empleados públicos como a la ciudadanía con instrumentos de acceso integrales, capaces de resolver un número de consultas sobre información infinitamente superior al de los nuevos Portales de transparencia.
Tenemos un doble reto por delante, si queremos alcanzar la transparencia real. Primero, integrar en un único marco legal coherente la estructura archivística (competencias, funciones y técnicas) con el resto de órganos y agentes, esencialmente juristas y tecnólogos, que ya han sido involucrados explícitamente en la tarea de construir una administración abierta. Segundo, concienciar al conjunto de la ciudadanía de la función y el valor social de los archivos como pieza insustituible del engranaje que debe permitir el destierro de la opacidad en la gestión de lo público, haciendo así más eficaz la lucha contra la corrupción.
De lo contrario, habrá que conformarse con una transparencia de escaparate, en la que sólo se muestra aquello que se quiere vender y en la que, por mucho que te acerques al cristal –en este caso al Portal–, no puedes comprobar la calidad del género.