Han pasado más de 5 meses desde la entrada en vigor plena de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, momento en el que terminaba la vacatiolegis establecida en la Disposición final novena de la norma que daba 2 años de adaptación a Ayuntamientos y Comunidades Autónomas. Pasada esa fecha límite, ¿podemos afirmar que nuestras Administraciones son realmente transparentes?¿Son percibidas así por la ciudadanía? La respuesta, obviamente, es no. Y además puede afirmarse con cierta rotundidad, si observamos los resultados obtenidos en diferentes estudios sobre las opiniones que tienen los ciudadanos y ciudadanas sobre los niveles de confianza en las Administraciones Públicas y la información que publican.
Desde una perspectiva formal, y referente al mero cumplimiento de la Ley, estamos bastante lejos del mismo. Se debe reconocer, no obstante, los pasos que las Administraciones han realizado para intentar ponerse al día con sus obligaciones, pero la realidad ha sido, con carácter general, muy irregular e incompleta. Dicho lo anterior, si ni siquiera se cumplen las obligaciones legales, ¿cómo se puede aspirar a que las Administraciones avancen hacia una transparencia real de sus organizaciones?.
Las recetas son conocidas y han sido descritas por diferentes agentes sociales e institucionales. Se trata fundamentalmente de hacer pedagogía de la transparencia, formación, sensibilización, promover innovaciones tecnológicas que den respuesta a las nuevas necesidades de las instituciones y la ciudadanía, diseño de herramientas e instrumentos de gestión de la documentación y la información, cambios organizacionales acordes al nuevo paradigma de la transparencia, favorecer la puesta en marcha de buenas prácticas, establecer una comunicación directa con la sociedad en canales bidireccionales y, por últimos, eliminar las barreras que puedan existir al cambio que supone la implantación de la cultura de la transparencia.
La mayor complicación, además de los medios para poder realizarlas acciones enunciadas, viene en muchas ocasiones por el cortoplacismo que impera en las personas responsables de la toma de decisiones, nuestros representantes políticos. Es el impulso político, con la necesaria colaboración de los empleados y empleadas públicas, el que lidera los cambios en una institución. Sin embargo, en política mirar más allá del titular del día es tremendamente complicado, así que pueden imaginarse que realizar planificaciones estratégicas de calado en la cultura de la organización y que, presumiblemente, supondrían un plazo mayor a una legislatura son directamente una quimera.
En este contexto aparecen los ranking de transparencia, como instrumentos eficaces para cumplir las funciones y cubrir las necesidades que parte de la clase política demanda: se trata de algo inmediato, es una foto fija de un momento determinado para el que hay que hacer un esfuerzo pero una vez alcanzado se puede olvidar; sirve de elemento que se puede ofrecer electoralmente, alcanzar un buen puesto es algo de lo que se puede obtener redito político; y tiene repercusión mediática, en el actual mundo en el que impera la inmediatez y la poca reflexión, la difusión de una lista ordenada de entidades en función de sus niveles de transparencia es tremendamente atractivo desde el punto de vista de los medios de comunicación. Más allá de las intenciones de las entidades que realizan estos rankings, debe reconocerse que, aunque sólo fuera por el mero hecho de salir en una mejor posición en una determinada clasificación, han supuesto un avance y han tenido un efecto emulador que ha repercutido positivamente. Pero quedarse en ello significa no terminar de comprender la transcendencia del asunto.
Apostar por este tipo de evaluaciones de transparencia significa quedarse en la fase más superficial. Estaríamos hablando de una transparencia estética, estática y vacía de todo el contenido de los principios que la definen. Los sistemas de indicadores son instrumentos necesarios para poder verificar su existencia pero no lo garantizan. Es lo que se ha denominado transapariencia o tramparecia, para hacer alusión al mero cumplimiento formal de una serie de indicadores vendiendo intencionadamente la imagen de una apariencia falsa de transparencia cuando la realidad es otra. Esta modalidad puede aportar más opacidad a la entidad incluso, al realizarse de forma deliberada.
El problema no es la existencia de estos rankings, ni siquiera la posible validez o no de los mismos. A mi entender, el problema real es que parte de los representantes públicos confíen en ellos y los vean como los únicos instrumentos para abordar la transparencia de sus organizaciones. Y aquí ya no hablamos de transapariencia o tramparencia sino de responsables políticos, faltos de formación en su mayoría, que sólo son capaces de ver las cosas de lejos, de forma somera, sin acercarse ni profundizar en ellas. En el momento que observan las cosas de cerca son incapaces de ver y evaluarlas con claridad.De esta forma, toman medidas de transparencia estética, perfecta desde lejos, pero que no admiten un análisis cercano. Son hipermétropes en transparencia, tienen una nueva enfermedad: la hipertransparentopía. Para luchar contra ella, las personas que ostentan cargos políticos deberán deconstruirse para comenzar a ver la transparencia lejos de las coordenadas políticas y electorales cortoplacistas, recibir formación e impregnarse de los valores de este nuevo paradigma, enfundarse las gafas de la transparencia para poder ver las cosas desde una nueva perspectiva de ética pública y transparente, desde la que abordar de forma adecuada, e integra, la puesta en marcha de políticas para la adquisición de la cultura de la transparencia y se produzca el cambio en las administraciones que la ciudadanía demanda. Lo demás son brindis al sol…y titulares de periódicos.